Yo como todo el mundo, crecí en una familia donde la belleza y la inteligencia eran un tema de discusión constante. Como pasa en las familias y en la vida en general, hay una competencia silenciosa y a veces abierta acerca de quién tiene los hijos más lindos, más inteligentes, y mejor portados. Entonces no es de admirarse que cuando tu hijo nace o es diagnosticado con una discapacidad, tiemble el suelo debajo de tus pies como padre.
Se supone que después de vivirlo en carne propia, las personas nos volvemos más comprensivas y menos juiciosas, pero no es así, y es ahí donde queda claramente demostrado que con la discapacidad de un hijo no se le otorga santidad a los padres. En este mundo de padres e hijos con discapacidad también hay juicio, también hay críticas, y también hay estándares igual de vacíos y absurdos que los anteriores, porque tendemos a reemplazar los inalcanzables por nuevos.
Y es que todo se reduce a un conclusión básica, somos humanos y es parte de nuestra humanidad sentar estándares individuales que nos hagan sentir orgullosos de lo que somos y de quienes son nuestros hijos. Aún así, lo lógico no es siempre lo que mejor funciona en la vida, porque de nada sirve andar por la vida frustrados como individuos, y peor aún, criar hijos frustrados en el intento de hacer de ellos lo que a nosotros nos parece que será lo correcto.
Hay que parar y mirarlos a los ojos. Verlos sin filtro. Reconocerlos como individuos, y amarlos como son. Hay que trabajar incansablemente por juntos y con amor lograr que alcancen la mejor versión de si mismos. Hay que hacer cada día nuestro mejor esfuerzo fruto de ese amor tan grande, y no resultado de la presión social que nos empuja a complacer al mundo olvidándonos de lo más importante: De sentirnos amados, aceptados y felices como familias únicas.
Estos son mis hijos y los amo tal y como son. No espero que mi hija tenga el cuerpo con el que yo crecí, ni que tenga que vivir los complejos y las expectativas que yo viví para sentirme digna de aceptación y de amor por parte de otros. Quiero que mi hija se ame a si misma y que cuando se mire al espejo, así tal y como es, vea al ser humano más perfecto y maravilloso del mundo, que se vea a ella misma y se sienta orgullosa de ser quien es. Y mi mayor orgullo es decir que así es.
Quiero que mi hijo se sienta orgulloso de todas y cada una de las cosas que puede, y que nunca en esta vida se sienta menos que nadie. Que nunca se mida comparado con otros, sino que se sienta orgulloso de ser él mismo y sobre todas las cosas, se sienta orgulloso de cada pequeña cosa que ha conseguido, porque en el camino fue celebrada como la más grande por quienes lo aman. Y mi mayor orgulloso es decir que así ha sucedido.
Esa batalla absurda de los padres, que incluye comparaciones de peso, talla y capacidad, realmente no nos lleva a ninguna parte. Hay que aprender a celebrar a nuestros hijos por sus logros, no por lo que pueden hacer comparados en relación a los otros. Hay que amarlos más por dentro que por fuera, para que ellos también se amen y se sientan motivados a dar lo mejor. En mi opinión, esa debería ser en realidad la única lucha.
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Me parece interesante e importante compartir las experiencias que cada familia siente por sus hijos, haciéndolos crecer como personas que todo lo pueden y que nada es imposible.